Migrar a pie a través de los Zagros: Viaje con una familia bajtiarí a un estilo de vida milenario
Javier Solana
1 November 2019
En cuanto despunta el alba, las cabras, que durante la noche habían permanecido agrupadas al lado del campamento, empiezan a remontar la ladera. Las ovejas van detrás. El repiqueteo de los cencerros rescata a la familia Mujtarí de entre las mantas. Son aproximadamente las 5:15 de la mañana.
El primero que se levanta se apresura a encender un fuego aprovechando las brasas de la noche anterior. Hace varias semanas que ha entrado la primavera, pero, a 2.000 metros de altitud, la temperatura a esta hora apenas roza los tres o cuatro grados.
Al noreste de la provincia de Juzestán, en el oeste de Irán, la cordillera de los montes Zagros separa estrepitosamente las llanuras y los pantanos que conducen al Golfo Pérsico de la inmensa meseta iraní. En el macizo central, donde se concentran las montañas más altas de la cordillera, hay más de cuarenta cumbres por encima de los 4.000 metros. Sobre el mapa, sus valles surcan el terreno como si el zarpazo de un león hubiera desgarrado el vientre de Irán. En su interior, varias familias pertenecientes a uno de los grupos nómadas más numerosos de Irán, los bajtiarí, continúan una tradición milenaria: migran a pie con sus animales entre sus campamentos de invierno, en Juzestán, y sus campamentos de verano, en la provincia de Isfahán, ya en la meseta. Esta zona de la cordillera permanece en un estado casi prístino: no hay carreteras, no hay electricidad, no hay cobertura de teléfono. Algunos estudios sugieren que el nomadismo lleva practicándose en esta región desde hace 10.000 años.
Abdul Reza Mujtarí (43) es el más veterano del grupo. Lleva atravesando a pie estas montañas desde que nació. Este año ha decidido hacer la migración con su último hijo, Samiar, que acaba de cumplir dos años y todavía lleva pañales. Zahra (39), su mujer, se ha visto obligada a acompañarles para hacerse cargo del pequeño. De no ser por él, se habría quedado en casa con sus hijas. También acompañan a Abdul Reza su hermano Alborz (54) y el hijo de este, Ramen (21), y su sobrino Hattam (31). El resto de hermanos Mujtarí – ocho– viaja en grupos parecidos a uno o dos días de distancia.
Espoleados por el frío, todos acuden a la lumbre para amortiguar su despertar. Alborz, Hattam y Ramen engullen algo de pan y de yogur que ha sobrado de la noche anterior vigilando de reojo la ladera: el cencerreo cada vez es más tenue. La tetera ya está sobre la lumbre pero ellos no pueden esperar al té. Envuelven frutos secos y dátiles en un pañuelo y llenan una botella de dough, una bebida que Zahra prepara cada dos o tres días con leche fermentada, y se echan a la montaña para conducir el rebaño. Los gritos y silbidos que arrojan a los animales se derraman por la ladera y no tardan en inundar el valle.
Zahra y Abdul Reza no pueden entretenerse en el desayuno: recoger el campamento les va a llevar algo más de una hora. En cuanto terminan el té, Abdul Reza sale a buscar los caballos y los burros que les ayudan a transportar sus pertenencias. Zahra enjuaga los platos y los vasos y después empieza a preparar las alforjas. Cuando Abdul Reza regresa, ella despierta a Samiar. El niño gimotea mientras se despereza pero se deja vestir por su madre sin oponer mucha resistencia. Mientras le da un poco de pan y de yogur para desayunar, Abdul Reza recoge las mantas y la alfombra para terminar de preparar las alforjas. Ya apenas se escucha el cencerreo. Abdul Reza y Zahra se apresuran a cargar a los caballos y a los burros y se aseguran de ajustar bien las cargas antes de salir.
Zahra y Samiar viajan a lomos de la yegua. El pequeño nunca se desmonta. Es peligroso y, además, les retrasaría. Zahra no está en buena condición física. A veces le cuesta caminar. Solamente desmonta en los descensos más abruptos o en pasos complicados para controlar a la yegua sobre la que viaja su hijo. Abdul Reza va todo el rato a pie para desplazarse con facilidad a lo largo de la caravana: a veces los equinos se despistan o las cargas se desequilibran. Ir a pie también le permite encaramarse a las rocas o asomarse a las cornisas para evaluar distintas opciones: la lluvia torrencial que inundó buena parte del país al principio de la primavera se ha llevado por delante varios tramos de la ruta.
No hay caminos. Ni senderos. Solamente árboles, rocas, meandros: hitos en la ruta que los Mujtarí han transmitido de generación en generación. Tampoco hay descansos, ni paradas para comer o beber agua. La caravana solo se detiene unos segundos para asegurar la carga de los animales: normalmente, antes de cruzar un río o de comenzar una bajada pronunciada. Si puede, Abdul Reza recoloca las cargas con la caravana en movimiento. El único objetivo es avanzar. Llegar cuanto antes al siguiente campamento.
Poco antes del mediodía la caravana adelanta al rebaño, que viaja más despacio. Es Abdul Reza el que decide cuánto se camina y dónde se instala el campamento. En condiciones normales, la migración que hacen desde su casa, cerca de Lali, en la provincia de Juzestán, hasta Fereydounshahr, en la provincia de Isfahán, les llevaría aproximadamente veinte días. Este año, sin embargo, el gobierno no les ha dado permiso para instalarse en Fereydounshahr hasta mediados de mayo, varias semanas más tarde de lo normal: la lluvia torrencial que a principios de primavera inundó buena parte del país no solo ha afectado a las rutas que les permiten atravesar la cordillera, también ha obligado a retrasar el comienzo de la migración. Sin embargo, la familia Mujtarí no ha podido esperar tanto. Al principio de abril las temperaturas en Lali ya sobrepasan los treinta grados. Ese calor no es bueno para los rebaños así que han decidido comenzar la migración de todas formas. Harán etapas un poco más cortas para llegar a Fereydounshahr en las fechas que les ha indicado el gobierno.
Al concluir la jornada, Abdul Reza y Zahra descargan a los animales y colocan las alforjas formando un semi círculo. Ahí extenderán la alfombra que hace las veces de comedor, de salón y de dormitorio. Mientras Zahra busca los utensilios de cocina en las alforjas, Abdul Reza va a buscar agua y leña. Cuando regresa, encienden un fuego y llenan la tetera. Mientras esperan a que el agua hierva, se sientan con su hijo junto a la lumbre y comen algún tentempié: unos pepinos y algo de pan y yogur de los últimos días. Samiar no tarda en empezar a explorar el nuevo campamento y Abdul Reza le invita a jugar sobre su regazo. Es el primer momento de descanso desde que amaneció, hace ya más de diez horas; pero no durará mucho: a lo lejos, ya se vuelve a escuchar el cencerreo.
Cuando Alborz, Hattam y Ramen alcanzan el campamento, Abdul Reza releva a dos de ellos al cuidado del rebaño. Los cuatro hombres se irán turnando para que todos puedan comer algo y descansar. Zahra, mientras tanto, empieza a preparar el pan y el dough con el que se alimentarán en los próximos días. Si amenaza tormenta, los que descansan en el campamento salen a buscar ramas y piedras para improvisar un techo. Una inmensa sábana de plástico ha sustituido al antiguo chador, una pesada manta hecha de pelo negro de cabra que los bajtiarí usaban para protegerse del viento y de la lluvia. El plástico, un popurrí de pastillas, una placa solar del tamaño de un libro abierto y un teléfono móvil son las pocas innovaciones que han penetrado este estilo de vida en los últimos mil años.
Cuando la noche está a punto de caer, los cuatro hombres se organizan para reagrupar el rebaño y contar las cabezas. Las veces que haga falta hasta confirmar que ninguno de los más de doscientos animales se ha extraviado. Una vez reagrupado el rebaño, Zahra aprovecha para ordeñar un par de animales. Conservan la leche en el pellejo de un cordero, donde la dejan fermentar antes de preparar el dough.
Por la noche, el rebaño descansa en las inmediaciones del campamento. El cencerreo amaina. La familia se reúne junto al fuego para cenar: arroz, patatas, alguna lata de conserva... pero nunca todo a la vez: aún quedan varias jornadas de viaje antes de llegar al siguiente punto de abastecimiento.
Los kilómetros pesan en el cuerpo. La velada transcurre distendida, aderezada por las anécdotas del día y el humor de Hattam, cuyas risotadas esporádicas remachan los breves momentos de descanso. Sin embargo, de vez en cuando, el cencerreo se eriza y enmudece la conversación. Alguno de los hombres se apresura a apartar la oscuridad con el cañón de una linterna. La luz arrastra consigo todos los ojos, que escudriñan la ladera con saltos ágiles y nerviosos. En estas montañas hay osos. Y ladrones. Todos duermen con una linterna a mano. Abdul Reza, además, duerme con el rifle pegado a su costado y un cartucho debajo de la almohada.
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Atravesar esta cordillera a pie durante varias semanas con una familia y más de doscientos animales es una empresa durísima. Masoquista, incluso, si uno piensa que por una cantidad equivalente a tres o cuatro cabras el grupo podría alquilar un camión para transportarlo todo en un día hasta el campamento de verano en Fereydounshahr.
A pesar de la dureza de la migración, Alborz camina por la montaña con el entusiasmo de un moribundo que acabase de tomar su medicina. Hace treinta años, Alborz abandonó el nomadismo y se marchó a la ciudad para buscar un trabajo que le permitiera formar una familia. Desempeñó todo tipo de oficios: desde albañil a conductor de camionetas. Sin embargo, en los últimos siete años, Irán se ha sumido en una fuerte crisis económica como consecuencia, en parte, de las sanciones comerciales. El trabajo ya no abunda en las ciudades. Una inflación rampante asola el país y erosiona los salarios, obligando a muchos iraníes a simultanear varios trabajos para poder comer. Harto de saltar de trabajo en trabajo, hace cinco años Alborz decidió regresar al campo. Con lo que había ahorrado en la ciudad, ha ido comprando varias cabras y este año, por fin, ha reunido un número suficiente como para poder retomar el pastoreo.
Hattam ha recorrido un camino parecido. Una noche, durante la cena, el futuro del nomadismo aflora en la conversación y Hattam se refiere al pasado, a su época como asalariado en la ciudad:
–Los nómadas no estamos hechos para obedecer órdenes –dice en un tono premonitorio.
–Yo soy el rey y el joz es mi visir –se apresura a añadir Alborz mientras sujeta su garrote con aire ceremonioso, recordando un antiguo proverbio bajtiarí. Hattam suelta una carcajada que contagia inmediatamente al resto. No es esta una noche para el pesimismo.
Alguien cuenta una anécdota para alimentar el espíritu festivo y las carcajadas vuelven a brotar. Abdul Reza, sin embargo, no les hace eco. Ha dejado de escuchar. Los últimos comentarios parecen
haberle removido algo por dentro: él no conoce otra vida. Mientras el resto conversa animadamente él sumerge la mirada en el fuego y trata de desgranar un sentimiento. No tarda en esbozar una sonrisa muy tímida y en el primer silencio emerge la confesión:
–Para mí no hay nada como caminar por la montaña detrás de mi rebaño.
Además del regocijo por retomar el contacto con la naturaleza, atravesar la cordillera a pie también es una inversión: los animales tienen muchas más zonas para pastar, el ejercicio fortalece sus músculos y reduce la cantidad de grasa, y eso incrementa el precio por el que la familia venderá los animales durante el verano. En el contexto de crisis económica que asola Irán en la actualidad, la venta de animales es casi un seguro de vida.
Los Mujtarí son privilegiados: algunas familias están atrapadas en el nomadismo. En la región de Charmahal y Bajtiarí, por ejemplo, la familia Majmudí ni siquiera tiene una residencia fija a la que regresar al final de la migración. Cada año, cuando abandonan sus campamentos de verano, alquilan una casa de piedra en alguno de los asentamientos que salpican las laderas de las montañas al oeste de Lordegan. Viven en pequeñas comunidades junto a tres o cuatro familias y se rigen por las órdenes que imparte el líder del clan. Él recibe los permisos del gobierno y decide cuándo pueden comenzar la migración.
Toda la familia Majmudí viaja a pie: Ali Hassam (53) y su mujer, Shahpari (48), sus tres hijas, de entre 22 y 27 años, y los maridos e hijos de estas. Al igual que Abdul Reza Mujtarí, tampoco conocen otra vida. Su rebaño, sin embargo, es considerablemente más pequeño: unas 70 cabras.
Ali Hassam y sus tres hijas adoran la migración que realizan a pie cada año en primavera y en otoño. Shahpari, sin embargo, es mucho más crítica. Ella detesta este estilo de vida. Se queja de las dificultades que tiene que pasar –“el frío, la lluvia, la falta de medicinas...”– y dice que si les ofrecieran algún trabajo en la ciudad se marcharían, pero lo único que saben hacer es pastorear. Ninguno ha ido a la escuela. Ni siquiera sus hijas, ni sus nietos, que no pasan de los nueve años. –No están hechos para la escuela –dice Shahpari–. Han ido a alguna escuela de los pueblos cercanos, pero no están cómodos en ese entorno. Están acostumbrados a vivir en la montaña. No saben obedecer órdenes de los maestros. El gobierno también ha enviado profesores a nuestros campamentos para enseñarles cosas básicas a los niños, sobre todo, a leer y a escribir en persa. (Los nómadas bajtiarí suelen hablar en su propia lengua, un dialecto del lori.) Pero cuando están en la montaña los niños no tienen tiempo de estudiar. Tienen que ayudarnos con todas las tareas. Estos niños no están hechos para la escuela y la escuela no está hecha para ellos. Los niños nómadas necesitan aprender otras cosas.
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Aunque algunas personas hayan encontrado en el nomadismo tradicional un refugio o una nueva oportunidad profesional, la realidad es que el número de nómadas en Irán ha ido decreciendo en las últimas décadas. En 1986, el número de nómadas en Irán rondaba los 1,8 millones. En la actualidad, algunos estudios sugieren que ese número se ha reducido a 1 millón. La crisis climática ha incrementado la frecuencia de fenómenos meteorológicos extremos, como sequías y lluvias torrenciales, que dificultan el pasto y hacen las migraciones cada vez más impredecibles. El desarrollo de la agricultura y la construcción de carreteras y tendidos eléctricos han invadido las antiguas rutas de migración. Ante estas circunstancias, no es de extrañar que cada vez más nómadas utilicen camiones y camionetas para realizar las migraciones o que incluso abandonen el nomadismo por completo. Hoy solamente unos 60.000, el 6% del total de nómadas en Irán, continúan migrando a pie.
El futuro de esta práctica milenaria es incierto. ¿Qué ocurrirá si algún día la economía de Irán se estabiliza? Si las oportunidades laborales vuelven a florecer en las ciudades. Si la inflación desmedida se ralentiza y los salarios vuelven a ser una fuente de estabilidad financiera. Si la ganadería se industrializa y la carne se abarata.
Quizá en un Irán más próspero y estable, solamente quienes no puedan permitirse otra forma de vida continuarán migrando a pie, en los márgenes del progreso. Quizá haya quienes, al igual que Alborz y Abdul Reza, los hermanos Mujtarí, se regocijen en el contacto con la naturaleza, pero no parece que ese sentimiento esté calando entre los jóvenes. A diferencia de Hattam Mujtarí, su mujer y sus hijas no están dispuestas a realizar la migración a pie con los animales. Tampoco las hijas de Abdul Reza, que hace tiempo que no le acompañan en la migración. Cuando termine el curso escolar, alquilarán una camioneta y viajarán con todas sus pertenencias hasta los prados que rodean Fereydounshahr, donde pasarán el verano junto al resto de la familia Mujtarí. Tampoco Ramen, el hijo de Alborz, que ha accedido a ayudar a su padre en el pastoreo, disfruta migrando a pie. Ni siquiera parece disfrutar del periodo de verano en Fereydounshahr, donde matará las horas que antes empleaba conduciendo el rebaño a través de la cordillera conectado a internet a través de su smartphone. Al fin y al cabo, se ha criado en la ciudad. Quiere otras aspiraciones, otros sueños. Hoy, sin embargo, a pesar de su hartazgo, habla con ternura de su familia y su voz se recompone para afirmar con orgullo que él, al igual que sus antepasados, es un nómada.
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